22. El loco
Ser me llevó más tiempo del que pensaba.
Desaparecí un semestre porque me hundí en el barro meloso con pelos que es el programa de inglés para extranjeros de la Universidad de Iowa. Por unos meses perdí el español y con él la libertad, y la poesía. Había que pensar en el inglés institucional que usan de excusa para inyectar dosis de lo que ellos consideran “verdadera cultura”. Tratan de adherirte sus ideas al cerebro como incrustaron la etiqueta de “F1” a la tapa de cuero de mi pasaporte. Ahora no sale. La quise sacar y el pegote casi se lleva la impresión dorada que dice “República Argentina”. Pero no hay nada como lo que mi padre llama “el surco del origen”. Neruda dijo algo parecido con las flores y la primavera. Lo que soy, mi espacio originario, mi cultura, mi sangre (y mi clorofila), no se deja manipular por un formateo robótico edulcorado: soy miel sureña pura cepa. Y ahora que hablo casi perfectamente inglés, waterproofeado por el peor sistema para comprobar el nivel que maneja una persona de cualquier idioma extranjero (a.k.a.: el TOEFL), me doy el permiso de volver a perderlo y así, escribo.
En enero estuve en Buenos Aires, en Villa María, en Punta del Este. El nivel de dislocación mento-emocional que manejé en estos días se filtró más de una vez dejándome comunicativamente inválida. Recién ahora, después de rumearlo bastante, lo puedo volver lenguaje. Mi amigo Fechi me habló de un concepto antropológico llamado “extrañamiento”, según el cual una persona que pretende estudiar una cultura extranjera lo hace a partir de la experiencia de vivir esa cultura de cerca, mientras que una persona que quiere estudiar su propia cultura se debe alejar para poder entenderla más claramente. A mi el extrañamiento se me da en el cuerpo. Agarrarse al planeta parado boca arriba no es lo mismo que hacerlo con la cabeza apuntando hacia abajo. Está claro que no hay nada como el agua de mi río, como la caída retorcida de las hojas de mi sauce a las 7 de la tarde cuando la corriente se platea y se anaranja. No hay aire como el de la esquina de José Ingenieros y La Rioja a las 5.30 de la mañana, que se mezcla con el tufo del pan calentito que llega de la panadería y la noche negra y abierta; no hay mejores espinacas que las que consigue mi abuela, mejores rosas que las que crecen en su patio ni pasto más verde que el del jardín de mi casa. Pero todo eso, -mi casa, mi origen, mi gente-, es boca de lobo, ¡trampa!, telaraña fatal, túnel al fondo gomoso del yo de mi infancia que no puede, que no puede, que no puede de una vez por todas dejarse ser.
Entonces este espacio vacío de recuerdos, este Norte limpio de expectativas, se vuelve el mapa abierto en el que mi cuerpo es, en el que mi cuerpo hace y no se juzga, en el que ,sin lugar a dudas, apertura absoluta. Y si me disloco, porque quiero allá lo que tengo acá, porque me pesa la consciencia de mi deseo imposible, pierdo el habla porque las palabras se me pierden en el espacio que anido en el medio de mis mundos, en el medio de mis casas, en el medio de mis yoes tan honestos, los dos, tan cándidos.
"Extraño al Sur", de la serie 28 Days, Leticia Bernaus, 2016