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5. Midwest

Llego a Iowa engripada. El motel que reservamos por internet es el típico de las películas donde de noche un asesino serial persigue a la chica semidesnuda que busca hielo en la máquina del pasillo. Hace calor. Tengo mocos. Me asustan los amplios espacios entre edificios, nunca vi una ciudad con tantos árboles y parques. Si todo el pueblo es así, me muero. Ni siquiera hay veredas. Todo es demasiado grande: las calles, los edificios, los camiones, los supermercados, las hamburguesas, las negras y sus aros hula-hula. La piba que nos vende el almuerzo tiene tatuada en la frente una frase que no alcanzo a leer por pudor. Es estúpido que me de cosa mirarla, por algo se lo tatuó en la frente. A un costado del cachete tiene una especie de lluvia de lagrimas negras. Y un aro en la nariz como un toro. Me quiero sentir mejor, pero ni siquiera puedo dormir, creo que por el efecto de la pastilla y la nariz tapada que no me deja respirar. Hace más de 30 grados y estoy en la cama abajo del acolchado de hotel más cliché posible y una bufanda de lana enroscada al cuello. No transpiro. No tengo fiebre. Tengo el síntoma del recién mudado. Voy a vivir en un pueblo. Cambié mi casa hermosa de dos pisos con gato y terraza, con luz de sol de mañana y vista de palo borracho siempre brotado por un cuarto con olor a que antes se fumaba y se quedó impregnado en la alfombra en el medio de un cruce de rutas en frente a un auto-mac y una estación de servicio exclusiva para camiones que brillan. Lo primero que extraño es la sensación de haber estado ahí: acá todo es nuevo. Los códigos, las formas, los espacios. La manera de desplazarse, todo lo que tiene que ver con el movimiento de las personas en una ciudad me fascina. Allá sabía perfectamente cómo moverme. La cultura define el diseño de los espacios. Acá todo es ancho. Los cuerpos, los estacionamientos, los shoppings. Las distancias entre las casas, entre los edificios, entre los barrios. Los recorridos del colectivo. Vimos un mapache y hay carteles viales con el dibujo de un venado que salta. Hay muchos pájaros. ¿Como será en invierno? Las chicharras yankees gritan como chanchos. También son desproporcionadas.




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Todavía no me acostumbro a que sea agosto y haya olor a verano. Hay patos. Los vi meter sus largos cuellos de jirafa abajo del agua y levantar sus culitos para equilibrarse pedaleando en el aire. No sé bien qué comen, pero encontraron algo cerca de donde estoy y se quedaron ahí, hundiédose de a uno, de a dos, todos juntos, chocándose, mezclándose. Son 6 y del otro lado del lago nadan otros 11. Antes estaban en la orilla y se metieron de a uno, en fila india, justo a la hora del té. Uno de ellos cedió su turno varias veces, como si no se terminara de decidir por dar el salto y navegar. Fue el último. Pero son todos tan iguales que se me mezcló con el resto y no lo pude identificar más. El único que reconozco es un glotón que aguanta más la respiración y cuando sale mastica con el pico abierto y apurado. Es como yo, come rápido y quiere agarrar todo lo que puede cada vez que se zambulle. Un rato más y se van al otro lado del lago armando haikus de figuras en el agua. Ahora aparece otra pata, sin cuello de ñandú, más bien enana y con tres minipatitos que la siguen pero que tampoco le hacen tanto caso porque uno se le va bien lejos y lo patotea, lo cacarea, lo sermonea picudamente hasta que el patitito apurado y torpe toma una curva acelerada sobre el agua gris plata de las cinco de la tarde y chapotea dejando estela hacia la zona segura delimitada por su plumuda madre. Del otro lado del lago veo una ardilla que podría ser un conejo, pero no, porque tiene una cola naranja y sus movimientos no son tan de corredor de salto con vallas sino más bien juguetones y azarosos, menos eficientes.


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La nueva compañera con la que se encuentra mi marido en la plaza inaugura mi sesión de pesadillas del nuevo continente. Vengo del invierno por lo que estoy blanca, que hace que todas los defectos de la piel se vean claramente. Hace dos meses que no hago ningún deporte, tengo 33 y no pasa lo mismo que hace 10 años si no ceno una noche. No me pinto para salir a caminar los 3.5 km que hay desde el motel hasta el centro de Iowa y por primera vez en mi vida me permito ponerme vestido con zapatillas, precisamente hoy. No pude sostener mi dieta vegana en este paramo hamburguesero, me veo las patas flacas pero fofas, blancas, sin tonicidad por falta de ejercicio y proteína animal que no sé como carajo se reemplaza. Así estoy y aparece esta sílfide de ojos aperlados color cobre como hojas de castaño y mi estabilidad se enrosca con mis tripas apretadas en mi estómago. Él sabe que se lo primero que pensó al verla. Sabe también qué mujeres me gustan y cómo le traslado mis enamoramientos mutilados en dosis de ataques de furia. Cuando me cruzo con mujeres así no soporto ni respirar. No es un mambo sexual, es un encantamiento platónico, sin contacto, sin piel. Como con las medusas, sólo se trata de mirarlas flotar durante horas. Días como hoy mi cuerpo se siente pesado. No tengo nada de aéreo o acuático, es pura tierra, un ciervo de patas nudosas, una cebra poco ágil, huesuda y desproporcionada, algo poco salvaje, marrón y con orejas que cuelgan.



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Anoche volví a soñar con mi ex. El sueño se repite cada tanto, digamos cada cinco meses. Cambia el contexto y la forma, pero la trama siempre es la misma: él vuelve a reconquistarme, yo acepto, retomamos la relación y de repente me acuerdo de que había conocido a alguien más y lo amaba, pero no sé muy bien dónde está, quién es, por qué no está conmigo. Hago un esfuerzo tremendo, pero no me queda claro. Mientras tanto, el revivido ex ya no es tan encantador y yo termino escapándome. En el de anoche, de repente me acordé que estaba casada porque vi el anillo plateado en mi mano y todo el tema del engaño se sobredimensionó. Él no me iba a perdonar. No iba a entender que se me había olvidado su existencia como si la memoria estuviera hecha de hojas que se caen en otoño. En el sueño pensaba: mejor mentir. Pero no voy a aguantar. Me va a ganar la paranoia. Y la culpa, combinación letal.


Cuando me despierto no sé donde estoy. El colchón inflable y el exceso de mudanzas y clases de yoga me hacen acordar de todos los músculos que tengo en la espalda. Después de unos segundos se me enciende el oído. Lo escucho hablar con su psiquiatra del otro lado de la pared, es él, no cabe duda, su voz azul y grave.


A veces los sueños se me enrienda como plantas parásitas que me chupan la sabia.





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