2. Buenos Aires
Sueño con caballos. Son dos y estamos encerrados en una especie de oficina con escritorios vacíos, sillas con ruedas y esa sensación asfixiante que da la luz de tubo. Huele a viejo. Por alguna razón que el sueño no explica pero que yo entiendo claramente, los tres tenemos que pasar la noche juntos acá adentro. Quiero dormir, pero los caballos me dan miedo. Están parados en un rincón, uno al lado del otro. Me miran fijo. Para establecer distancia, me siento en un rincón del cuarto con las bestias en frente. Me falta el aire. De repente y sin dejar de mirarme, los caballos empiezan a dar pasos sincronizados hacia mí. Avanzan lento. Me da miedo de que me aplasten. Me muevo hacia otro rincón del cuarto y vuelvo a sentarme, pero cada vez que lo hago los caballos se me vuelven a enfrentar y avanzan otra vez repitiendo la escena. Me acuerdo de ese videoclip que Gondry hizo para los White Stripes donde las baterías se multiplican y repiten por todas partes. Nunca le tuve miedo a los caballos, pero hay algo muy diabólico en la forma geométrica en la que estos me acosan. Soy la manija de un reloj, condenada a hacer siempre el mismo recorrido.
Me despierto y voy directo al baño a enfrentarme con el caballo. Sé que está ahí, esperándome.
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Mientras tanto pasó de todo: me casé por civil. Me sorprende decirlo así, en pasado. Mi vestido fue azul petróleo, la sala desbordaba de gente, mi novio fue romántico. Me sentí feliz. Me sentí amada. Y todo tan enorme y veloz, tan pasajero y pesado. Creo que es eso lo que me fascina de los tatuajes, que quedan ahí, envejeciendo con uno a la vista.
En un par de meses me voy a vivir a Iowa. Iowa, Iowa, Aiogua. Mi marido -nótese la primera vez que me refiero a él de esta manera- dice que tiene miedo. Yo ni sé. Estoy casada. Me voy a Iowa. Él dice que debería tomarlo como una oportunidad para creerme artista y concentrarme en mi obra. Yo no logro pegar esas dos palabras en unas misma frase.
Cuando nos vayamos, el gato se va a mudar a lo de mi cuñado. Va a ser un gato de country. Ayer vi que en Gone Girl de Fincher aparece un gato naranja igual al mío, pero ése es protagonista. Pensé que tal vez en la simulada y verdosa libertad de zona Norte el gato encuentre su espacio. Ojalá que en Iowa no me sienta como un gato naranja de country. No sé por qué de repente pienso en él, nunca logramos llevarnos del todo bien. Salvo las veces en que lo ayudé a bajar del Arce Americano de la puerta de casa, no hay nada fuerte que nos una. Solo vivimos en el mismo lugar y a veces dormimos la siesta en la misma cama y con el mismo tipo.
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La casa es un caos. Está tomada por los obreros. Estamos viviendo en la pieza. Mi marido está teniendo una sesión con su psiquiatra por teléfono desde lo que alguna vez fue el living. No hay otra toma telefónica en toda la casa. Se sentó sobre un tacho de pintura y se puso el sobretodo porque la calefacción está cortada. La sesión va a ser breve porque en cualquier momento llegan los pintores. Me dijo la vecina que escuchan Arjona y cantan a los gritos. El gato aprovecha la deferencia y salta entre las pilas de cajas amontonadas como si fueran picos de montañas. Nunca antes estuvo tan sucio. Vivir así sin angustiarse es un ejercicio zen. No siempre me sale. A mi marido lo obligo a desvestirse antes de entrar al cuarto. Cenamos, leemos, escribimos acá adentro. Los dos. Acá. Adentro.
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Hoy faltan 47 días para el exilio. Estoy despierta desde las 6 de la mañana. Ya embalé casi todo. Escribí la primera versión de mi tesis de Licenciatura, la segunda versión de mi primer libro, me compré el vestido de novia para la fiesta de casamiento que va a ser en unos meses, vendí mi empresa (o eso creo), hice arreglar la humedad de las paredes de la casa, y hoy viene un vidriero a cambiar los vidrios rotos del techo por el que normalmente veo el cielo de Villa Ortúzar y las ramas escandalosas del palo borracho del vecino. Me falta un aprobado. Me falta un editor. Me falta un inquilino. Me falta subirme a ese avión y que de repente sea verano y en las veredas haya venados y ardillas.