1. La santa silvestre
La primera vez que vi una langosta fue una de esas tardes en las que todavía pega el sol, pero marzo ya acolchona montoncitos de hojas pálidas. Como todos los sábados a las 6 de la tarde, la abuela y yo salimos a la vereda para ver pasar el tren. Había algo del paso del tren que me hacía sentir la obligación de vigilarlo. Entraba en un estado de alerta, como si intuyera una desgracia apocalíptica que a pesar de todo nunca llegaría. Con la abuela caminábamos la cuadra y media que separaba su casa de las vías para comprobar si esta vez por fin el tren frenaba en la estación del centro para dejar algún pasajero.
El cielo se puso de ese color lenteja que suele agarrar cuando está a punto de llover. Olía a tierra mojada, aunque todavía no llovía, y ya nos rodeaba ese silencio falso que anuncia lo que está por suceder. Se callaron los pájaros. No había tránsito. Solo el viento y la marcha lejana del motor de la máquina. De chica me encantaban las tormentas, la lluvia descontrolada irrumpía en la rutina y le daba lugar a la excepción. En esas tardes tenía permiso para hundirme como un submarino en la bañadera de mi abuela. Podía dejar que mi piel se volviera vieja de tanta agua.
La langosta apareció de la nada y aterrizó muy cerca de donde yo estaba. Me asustó que fuera impredecible. Quise saber qué bicho era, le pregunté a la abuela si era malo. La abuela me contó una historia que yo pude ver como si estuviera sentada en la butaca de un cine. Su padre, mi bisabuelo Bartolo, era verdulero y horticultor. Mi abuela era la hija menor de una familia de tres hijos que vivían de lo que Bartolo cosechaba y vendía. A la abuela siempre le gustaron las plantas, yo la veía hablarles mientras les daba agua o simplemente las acariciaba. Para mí era normal lo de tener conversaciones con un gomero o con un jacarandá, me lo había enseñado la abuela. Las plantas no hablan, pero entienden. Hay que cuidarlas. Hay que decirles cosas lindas, hay quetratarlas con amor.
Una tarde en la que la abuela ayudaba a su padre a cosechar verduras en la huerta vio por primera vez una langosta. No tuvo tiempo de preguntar qué era porque enseguida vio otra, y otra, y una más. Y cuando miraron al cielo, vieron cómo desde lejos se acercaba una nube negra y vibrante. La abuela explicó cómo de repente pareció que se había hecho de noche. Su papá dejó todo como estaba. La levantó, la apretó entre sus brazos y empezó a correr.
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Un enjambre de langostas puede tener un tamaño de unos 1.200 kilómetros cuadrados y en cada kilómetro cuadrado puede haber entre 40 y 80 millones de langostas. Millones de langostas. Los enjambres son ambulantes y pueden recorrer enormes distancias. Una langosta puede comer por día el equivalente a su peso en plantas, por lo que un enjambre de 1.200 kilómetros podría comer 192 millones de kilogramos de plantas por día.
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En esos días me tocó pasar una tarde en el negocio de mi madre. Era un local de ropa de diseño con alfombras rojas, detalles dorados en los marcos de las puertas y sombreros exóticos que colgaban de las paredes. Yo jugaba a venderle vestidos a señoras imaginarias. Ordenaba botones por color y si tenía un poco de suerte, me dejaban usar tinta y sello para hacer nuevos carteles con precios. No siempre me salía bien, era difícil hacer que los números quedaran derechos. Una vez mi madre tuvo que mandar a hacer un sello nuevo con el símbolo del Austral. No podía entender lo del cambio de moneda e insistía en seguir poniendo el símbolo peso. La razón era estética: en los carteles quedaba mejor la forma redonda de la “ese” que el pico de montaña que formaba la “A”. Me hacía pensar en la carpa de un indio o en los distintos tipos de triángulos.
Una tarde vino al negocio un vendedor de biblias. Llevaba las versiones en un portafolio que apoyó sobre una mesita de vidrio enana y con base de madera. Se arrodilló en la alfombra. Mientras mi madre revisaba ediciones yo intentaba entender el origen de la variedad: para mi la biblia era una sola. Mi madre compró una versión de lomo bordó y letras caladas en dorado que decía “Nuevo Testamento”. También compró una cajita con tres libritos de lomos de colores, -azul, rojo, amarillo-:“La biblia de los niños”. Me dijo que me siente y que le preste atención. Me explicó que había comprado esa biblia para mí, que había gastado mucha plata en ella pero que era necesario que yo conociera la palabra de Dios de una manera especial como la que proponía la edición que me regalaba tan seria, tan convencida de su importancia. Mi madre tuvo diversas devociones en su vida: el tenis, la tintura de pelo, las películas de guerra y suspenso, los plantines de malvón, la depresión con gusto a leche condensada, la pintura sobre tela. Lo de la religión duró unos años hasta que en un encuentro de catequistas se le apareció una especie de ser de luz que la llamaba. Mi madre se asustó tanto que primero se desmayó y luego se autoexilió de la iglesia para siempre. Pero cuando el vendedor de biblias pasó por el negocio todavía estaba en pleno auge místico.
Me acuerdo que leí esa biblia con atención y que me pasé horas mirando las ilustraciones. Estaba la historia de la torre de Babel, que dio origen a la variedad de lenguas. Había un dibujo del leviatán, un monstruo marino con forma de dragón o serpiente que Dios usaba cuando se enojaba por algo. Pero la historia que más recuerdo es la de la plaga de langostas. Pasó así. Dios le pidió a Moisés que le dijera al faraón de Egipto que si no liberaba a su pueblo, él, como castigo, enviaría una plaga de langostas que cubriría toda la superficie de la tierra de modo que nadie más podría verla. El faraón se negó a obedecer la orden de Dios. Esa tarde empezó a soplar un viento fuerte del oriente que continuó activo durante toda la noche. Al día siguiente el viento trajo tantas langostas que el cielo se puso oscuro a pesar de que atrás estaba el sol. Las langostas se metieron en las casas, en los bosques, en los campos. Las langostas se comieron todo lo vivo y todo lo verde. En la biblia de los niños la plaga de langostas enviada por el Señor era un remolino cruel de antenas y patas ásperas. Desde ese día empecé a creer que mi abuela era una santa que había sobrevivido el castigo divino. A pesar de que insistí y le pregunté varias veces, me juró que nunca estuvo en un ataque marino con monstruos feroces con forma de serpiente. Le creí. Concluí que se trata del caso de una santa silvestre.